Mónica nació en Tagaste, una antigua ciudad al Norte de África, en el año 331; procedía de una familia cristiana y de buena posición económica, lo que le permitió recibir educación y aprender a leer y escribir, algo que era completamente extraño para una mujer según las costumbres de su tiempo. Mónica aprovechó la instrucción que había recibido para leer la Sagrada Escritura e instruirse en la fe.
Siendo aún muy jovencita fue entregada en matrimonio a Patricio, un comerciante de origen pagano, hombre irascible y de mal carácter, con el que tuvo varios hijos, entre ellos Agustín; ella procuró siempre educarlos cristianamente; el mismo Agustín en su libro “Las Confesiones” dice que él bebió “el nombre de Jesús junto con la leche materna”. Pero, con el correr de los años, Agustín tuvo contacto con distintos grupos y corrientes filosóficas de su tiempo que lo condujeron a apartarse de la fe y a llevar una vida del todo pagana.
Mónica oraba insistentemente por la conversión de su esposo Patricio y de su hijo Agustín. Patricio, finalmente, aceptó recibir el Bautismo en el lecho de muerte. Ya viuda a sus 38 años, Mónica siguió empeñada en lograr la conversión de su hijo Agustín, que seguía desenfrenado en los placeres del mundo. A donde Agustín se trasladaba Mónica lo seguía: primero mientras fue estudiante en Cartago, al norte de África, y luego en Roma y en Milán donde fue maestro; ella oraba por su hijo y con lágrimas le pedía que volviera al buen camino. En Milán Agustín conoció al obispo san Ambrosio y, admirado por su sabiduría, comenzó el camino de la conversión. Al ver el sufrimiento de aquella madre, Ambrosio la animaba a perseverar diciéndole: “ánimo, hija, es imposible que se pierda un hijo de tantas lágrimas”.
En la noche de Pascua del año 387 Mónica por fin tuvo el gozo de ver a Agustín bautizado por el obispo Ambrosio. Meses después madre e hijo se trasladaron al puerto de Ostia, cerca de Roma, donde Mónica murió a causa de la malaria; tenía 56 años; era el 27 de agosto de 387.
Según lo narra el mismo san Agustín en sus “Confesiones”, poco antes de morir, su madre Mónica le hizo saber que ya nada le interesaba en este mundo, pues lo único que ella deseaba ardientemente era verlo cristiano católico y, como ya lo veía comprometido en el servicio al Señor, ahora podía morir satisfecha. Agustín, entre lágrimas, le respondió a su madre, ya moribunda: “Tú me engendraste dos veces: a la vida y a la fe”.
Santa Mónica es, por ello, venerada en la Iglesia como modelo y patrona de todas las esposas y madres cristianas. Oremos hoy por ellas, en especial por aquellas que sufren por causa de sus esposos o de sus hijos; que Cristo Jesús, Nuestro Señor, que se apiadó del dolor de la viuda de Naim, les conceda el Espíritu de fortaleza y de perseverancia en la fe.
Colaboración del Padre Carlos Mario Valencia Párroco de San Jorge Manizales
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