Nota:
Estimados Lectores. A partir de hoy miércoles 19 de agosto y todos los demás miércoles de este año, ustedes encontrarán en este blog apartes bien seleccionados del libro “Práctica del Amor a Jesucristo” de San Alfonso María de Ligorio que recién terminé de leer y por considerarlo un verdadero tesoro espiritual quiero compartir con ustedes, mis hermanos en Cristo, apartes de este que sin duda alguna –bien leídos y bien interiorizados- serán de gran ayuda para su crecimiento personal y espiritual. Ya lo saben, cada miércoles la cita es aquí en este blog “Jesús te dice.” Así que los espero para que se beneficien de este contenido. Gracias.
«Algunos –expone San Francisco de Sales– cifran la perfección en la austeridad de la vida, otros en la oración, quiénes en la frecuencia de sacramentos y quiénes en el reparto de limosnas; mas todos se engañan, porque la perfección estriba en amar a Dios de todo corazón». Ya lo decía el Apóstol: “Y sobre todas estas cosas, revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección” (Col. 3, 14). La caridad es quien une y conserva todas las virtudes que perfeccionan al hombre; por eso decía San Agustín: «Ama, y haz lo que quieras», porque el mismo amor enseña al alma enamorada de Dios a no hacer cosa que le desagrade y a hacer cuanto sea de su agrado.
«El cielo, la tierra y todas las
cosas me están diciendo que te ame», decía San Agustín. Señor mío, proseguía,
todo cuanto veo en la tierra y fuera de ella, todo me habla y me exhorta a
amaros, porque todo me dice que vos lo habéis creado por mí. El abate Rancé,
fundador de la Trapa, cuando desde su eremitorio se detenía a contemplar las
colinas, las fuentes, los regatillos, las flores, los planetas, los cielos,
sentía que todas estas criaturas le inflamaban en amor a Dios, que por su amor
las había creado.
Más no se contentó Dios con
darnos estas hermosas criaturas, sino que, para granjearse todo nuestro amor,
llegó a darse por completo a sí mismo: “Porque así amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo unigénito” (Io. 3, 16). Viéndonos el Eterno Padre muertos por
el pecado y privados de su gracia, ¿qué hizo? Por el inmenso amor que nos
tenía, o, como dice el Apóstol, por su excesivo amor, mandó a su amadísimo Hijo
a satisfacer por nosotros y devolvernos así la vida que el pecado nos había
arrebatado. Y, dándonos al Hijo –no perdonando al Hijo para perdonarnos a
nosotros–, junto con el Hijo nos dio toda suerte de bienes, su gracia, su amor
y el paraíso, porque todos estos bienes son ciertamente de más ínfimo precio
que su Hijo.
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